jueves, 23 de marzo de 2017

AMOR DEL MALO (QUÉ BUENO)



No quiero que mates monstruos por mí.

No quiero flores con dedicatoria.

No quiero perdones sin contemplaciones.

No quiero velas para dos.

No quiero que seamos infinitos, no vaya ser que terminemos

por ser extraños y acabemos por no entender qué fue lo que
nos pasó.

No quiero obviar la despedida.

No quiero un amor a toda costa.

No quiero que te deshagas del orgullo.

No quiero ser la única a la que mires.

No quiero canciones bajo el balcón.

No quiero que me beses las virtudes.

No quiero que me calmes las tormentas.

No quiero hogar sin terremotos.

No quiero noches sin pecado.

No quiero amaneceres descafeinados.


Que lo que yo quiero es un poco más 

de “ni contigo ni sin ti”.

Más follarnos a versos y menos besos de amor.

Quiero que nos hagamos polvo el corazón.

Quiero las fuerzas para recomponernos.

Quiero el valor para caernos.

Quiero insomnios a solas.

Quiero manos ansiosas.

Quiero piel satisfecha.

Quiero abrazos con arte, 
aunque acabemos destartalados.

Más quedarnos con las ganas y menos amor del bueno.

Que quiero un absoluto desorden.

Quiero perder sin que lo sepas.

Quiero ganarte y que te enfades.

Quiero que te vayas sin que parezca que te has ido.

Quiero que patalees en mi cabeza.

Quiero que plantes recuerdos.

Quiero que seas enredadera que me tapie los bostezos.

Quiero que seas casa de alquiler.

Quiero poder quedarme.

Quiero poder llorar si decido marcharme.


Que yo te quiero.

Te quiero a trompicones.

Te quiero a instinto.

Te quiero a mordiscos.

Te quiero a sobresaltos.

Te quiero alerta.

Te quiero dudoso.

Te quiero lejos.

Te quiero a trozos.

Te quiero grande.

Te quiero bravo.

Te quiero vivo.

A veces te quiero en sueños, 

y a veces no soy capaz de soñarte.


Quiero no saber siempre si te quiero.

Quiero un “siempre” de final anunciado.

Quiero que me quites el hambre.

Quiero besos a la orilla de mis labios.

Y es que yo quiero besos de esos que se dan con los ojos.

Que yo quiero que nos crucemos por la cuerda floja.

Quiero que nos miremos, 

y que sepamos que podemos despedazarnos.

Quiero abrirme el pecho y creer oírte bien dentro.

Quiero tenerte miedo.



Quiero que perdernos sea una forma más de querernos.


miércoles, 30 de noviembre de 2016

Amor con denominación de origen


Era un tipo solitario aquel Mauro. Ojos fríos del color del océano una tarde de tempestad que se mecían al son de la rapidez de sus manos. Esas manos enamoradas de la comida. Del corte rápido de las verduras, del caramelizado de la cebolla, del salseo, del salteo y del chop chop sabroso del guiso estrella los días en que el frío vestía la ciudad de Utrera.  Su corazón cabalgaba desordenadamente entre las paredes de su cocina, pequeña y austera, que le servía de refugio y escudo para esquivar casi todas las conversaciones.

Conversaciones con Lucio, su pinche:
¡Menos sal, basto!, ¿qué quieres?, ¿matar a alguien? Vueltas a ese risotto, que no es una paella. No olvides comprar mañana las almendras para el romesco.
Conversaciones con Asterix, su Beagle:
Tú sí que me quieres, perrete. Anda ven, te dejo subir al sofá. ¡Ay Asterix!, qué loco me veo hablando contigo. Qué locura esta exagerada soledad.
Conversaciones con Andrea, la chica de los ultramarinos:
Hola. ¿A cuánto el bacalao? (Uy, qué caro) (¿Pero quién le dice que no a esa sonrisa hecha quimera?) Ponme kilo y medio. Hasta mañana. (¿A qué sabrán esos labios?)

Nadie sabría explicarle cómo podía amar a esa muchacha, si tan sólo cruzaba palabras con ella cuando iba a por provisiones para la que hacía mucho tiempo había sido su gran amor: la cocina. Y no necesitaba la ayuda de nadie para entender que no le apetecía hablar con su pinche más que lo justo y necesario para sacar el servicio adelante, y que era al perro al que le dedicaba casi todas sus conversaciones por ser el único que sin poder hablar, oía lo que decía.

Era sin duda una noche especialmente calurosa la de aquel 16 de septiembre. Martes, 21.45. El local estaba casi vacío. En la cocina sólo estaba Mauro, y en la radio sonaba “Sopa fría” de M-Clan. Lucio libraba los martes. Mauro aquella noche no quiso cerrar. Esa mañana había despertado demasiado triste, y a pesar del calor, quiso ir a calentarse al calor de los fogones. Sin embargo, había decidido que si llegada las 22.00 no aparecía ningún otro comensal, esperaría a que la pareja de ancianos que se sentaba junto a la ventana acabara su consomé y su tarta de queso y frambuesa y echaría el cierre. E iría a casa y le contaría a Asterix que quiso entrar a media tarde a la tienda de Andrea, pero que no supo ni qué pedir ni qué decir. Que pasó por delante de la puerta, y el corazón casi se le escapa por la boca. Que ella le lanzó una sonrisa y él no supo más que hacerse el loco y continuar su camino.
Los viejecitos pidieron la cuenta. El señor, de semblante simpático, rebuscaba en su roída cartera mientras guiñaba un ojo de manera involuntaria. Y cuando Mauro daba la noche casi por perdida, la puerta se abrió, dejando paso a un aire más fresco de lo habitual. Y ni alcanzó a notar el frío.
-          Hola, está aún abierto, ¿verdad?
Micro infarto para Mauro al oír aquella voz. Para tomar.
-          Sí, claro guapa, pasa y siéntate – contesta la joven camarera a Andrea.
Andrea escogió sentarse a la barra y pedir una caña. Del primer sorbo casi se llevó media. Mauro, emulando a un trastornado enamorado, la observaba desde el hueco que dejó la puerta entreabierta de la cocina, y deseó poder beber de su boca y morir en la espuma que le quedó en el labio superior. A los cinco minutos, pidió otra. Entonces Mauro decidió pasar a la acción. Llamó a la camarera, y le dio dos tapas especiales para la única clienta que había quedado en el restaurante.
Andrea se relamió y pidió a la camarera que le diera las gracias al cocinero. Cuando la camarera dio el recado al Mauro, éste se echó la mano a la boca, como queriendo impedir que la conmoción se le escapase. Reflexionó unos segundos, y dado el vacío que reinaba, lleno solo esta vez por la canción “Pan con mantequilla” de Efecto Pasillo, decidió dejar que la camarera terminase su turno y hacerse él con los mandos. La camarera lo miró con una pizca de desilusión. Fue a trabajar a echar unas horas extras, y sin embargo no parecía querer marcharse, pero finalmente se desató el mandil y mirando al suelo se despidió. Quizás se sintió utilizada. Pero Mauro, ajeno a aquello, se sintió poderoso a la par que acojonado. Un gigante cobarde.  Un tirano embelesado de su única súbdita y señora.
-          Buenas noches – dijo Mauro cabizbajo, aunque intentando sonar intenso.
-          Hola – saludó Andrea, intranquila.
-          ¿Un mal día? – aventuró Mauro a decir mientras tiraba otra caña. Ni siquiera él creía que pudiera romper el hielo de esa manera.
-          Más bien un día raro. De hecho, aún no ha terminado.
Mauro le pidió con la mirada que continuara.
-          Verás, tengo que coger un vuelo en un par de horas y la comida que sirven en los aviones es una basura – continuó presurosa sin dejar a Mauro meter baza – ¿Y la de los restaurantes del aeropuerto? ¡Un ojo de la cara!
Mauro repasó mentalmente todo tipo de platos que le cocinaría cada día. Timbal de huevos y champiñones para alegrar sus días apagados. Tortilla campera para acompañar al vino del picnic. Soufflé de canela con helado de vainilla para hacer de la noche una obra maestra. Y de pronto, la mítica escena de “Nueve semanas y media” le provocó una erección.
-          ¿Y a dónde vas?
-          A Barcelona. - dijo Andrea mientras acababa por tragar un pincho de pollo con salsa de yogur y queso – Pero la ocasión lo merece. – coronó la respuesta con una amplia sonrisa.
Mauro preguntó con la mirada. Apenas la conocía, pero le apenaba partes iguales tanto la alegría de su marcha como la marcha en sí. Y se apenó como si la hubiera querido durante toda su vida.
-          Me caso.
Micro rotura para el corazón de Mauro al oír aquella sentencia. Para llevar.
-          Sí, sé que normalmente la boda se hace en la residencia de la novia, pero en Barcelona está toda la familia de Raúl, y me quieren como una más, y es una ciudad preciosa, y la iglesia es gigantesca, y…
Y, y, y… Y Mauro sólo escuchaba “y ojalá te mueras, maldita zorra”, “y a ver si se te corta la salsa y visitas todos los baños del aeropuerto”, “y por qué soy tan necio, tan mentecato, tan imbécil una vez más…”
Mauro salió de la barra y la vio. Una pequeña maleta verde manzana. Sus ojos no podían ser tan crueles como para engañarle de aquella manera. Ni la vida tan perra como para poner en sus oídos aquellas fulminantes palabras. Me caso.
Así que, haciendo un esfuerzo titánico por tragar el suspiro que le arañaba la garganta, invitó amablemente a Andrea a marcharse y, sin desearle ningún tipo de bendición, dejó los vasos de cañas sin lavar, (quizás para no olvidar el dolor al día siguiente), se marchó a casa y le habló a Asterix sobre lo que fue sí que fue un mal día.

Era una noche verdaderamente fría la del aquel 24 de diciembre. Miércoles, 21.45. Mauro llevaba toda la tarde metido en la cocina, con Lucio y dos pinches de refuerzo. Aquel día, el ya no tan triste cocinero hacía oídos sordos a las críticas de sus subordinados.
-          Yo sigo pensando que no es una buena idea. – decía uno.
-          Es la carta menos navideña que he visto en mi vida. – decía otro.
La camarera se limitaba a mirar a Mauro como si lo hubiera querido toda su vida. Y le apenaba a partes iguales tanto la alegría inusitada de la que hacía gala como no ser ella el motivo de la misma.

MENÚ ESPECIAL DE NAVIDAD

ENTRANTES AL CENTRO
Selección de dagas ibéricas afiladas para ensartar corazones.
Mariscada de alma destrozada, noches en vela y soledad a la plancha.
Milhojas de decepción con traición caramelizada.
Croquetas caseras de dolor y queso.

PLATO PRINCIPAL (uno a elegir)
Salmón con mostaza de lágrimas.
Lomo de lubina despechada con salsa de miradas perdidas.
Carrillada de depresión estofada.
Paletilla de cordero al borde del suicidio.

Llegaron los clientes. Al principio, las caras de extrañeza inundaron el local, pero paulatinamente las risas fueron contagiándose por todas las mesas. Junto con los vasos de caña sucios que dejó en el fregadero un 25 de noviembre, gracias a aquella catastrófica carta, el renacido cocinero olvidó lo que no valía la pena recordar.

Era una noche verdaderamente fría la de aquel 6 de enero. Miércoles, 21.45. Mauro y Vanesa se calentaron al son de la canción “Labios de fresa” de Danza Invisible. Un picnic improvisado en el suelo del restaurante fue una verdadera obra maestra del nuevamente enamorado cocinero. Y no necesitó esquivar la conversación, porque cuando sus ojos hablaron, hasta el silencio sonrió.
Y al llegar a casa,  Mauro le contó a Asterix que hacía tiempo que no recordaba cómo olvidar, pues fue

el dolor el que le retiró la palabra, desde que, a pesar de conocerla de casi toda la vida, sin 


necesidad de cocinar, saboreó un amor con Denominación de Origen gracias a Vanesa, la camarera.



La maldita maldición de la lucha entre el martirio y el apego


A las 8 de la mañana ya estaba en pie. Directa a la ducha, Andrea encendía la radio y cantaba a viva voz por acallar a sus temores. Sombra aquí y sombra allá, había cantado aquella mañana. Se maquillaba para sus clientes, casi todas mujeres que le relataban los avatares de sus anodinas vidas con una peculiar alegría, para su gato Lucero, que parecía más perro que gato, y para el joven cocinero que pasaba cada día por la puerta de su tienda. Pero nunca lo hacía para sí misma.
Era una chica soñadora aquella Andrea. De día hacía suya una vida que imaginaba más amable, y de noche pintaba en las paredes de su cabeza finales del color de un amor inventado. Entre sueño y sueño, recordaba con una sonrisa, que ni ella misma reconocía, el día en que conoció a Raúl. Entre feo y guapo, magnetizaba a casi cualquiera que estuviera cerca. Y Andrea no fue una excepción, a pesar de haber querido serlo tantas veces. Sobre todo después de la primera caída. Intentaba ser romántica y abrir las alas de par en par, sacar cualquier tema de conversación por no hacer del silencio una excusa para la tristeza, regalarle cada sonrisa y enmascararse con un antifaz de una alegría que acabó por desteñirse. A sus veintisiete años Andrea había llorado más de lo que nunca creyó.

Era un día realmente contradictorio aquel 7 de agosto. Miércoles, 18.35. Raúl hablaba por teléfono. Nervioso, daba vueltas por la sala, con tono serio y mirada preocupada, mientras que Andrea cruzaba los dedos.
-          Vale, ya es oficial. El lunes vuelo a Barcelona.
-          ¿Te trasladan por fin? – preguntó Andrea a media voz.
-          Sí, eso parece.
Andrea hizo el intento de levantarse del sofá, pero Raúl se le adelantó y le dio un abrazo que ella notó entre cálido y amenazador. A pesar de sentirse insegura, se sintió algo liberada por alejarse del que en alguna ocasión fue su verdugo y en otras muchas su secuestrador. Al menos en dos ocasiones sintió la fuerza del “amor” sobre sus huesos. Y en aquel momento, paralizada por el hervor de unos sentimientos encontrados, Andrea lidió con la maldita maldición (valga la redundancia) de la lucha entre martirio y apego.
Aquel miércoles, sin ser víspera ni festivo, cenaron a cuerpo de rey. Andrea había sugerido ir al restaurante de Mauro, acogedor y cercano a su casa, pero Raúl se negó en rotundo. Nunca le gustó la forma en que el tímido cocinero miraba a su novia. Pero aquella noche Raúl no quiso ser ogro, así que se escudó en un simple “no” sin respaldo y eligió el restaurante chino de siempre.
Aquel miércoles rieron al calor de varios chupitos de sake, no sin antes pasar por delante del restaurante de Mauro. Simplemente les pillaba de paso, pero Andrea se alegró enormemente de que Raúl estuviera al teléfono con su madre cuando su mirada y la de Mauro se cruzaron tras el gran ventanal. Junto al apetitoso olor que se escapaba por la puerta, a Andrea le llegó el efluvio de un encuentro nunca sucedido con aquel cocinero que la miraba como nadie la había mirado nunca.
Cenaron cerdo agridulce, como la sensación reinante por la marcha de Raúl, que en más de una ocasión sugirió a Andrea la posibilidad de acompañarlo. Pero la realidad es que su traslado era temporal, y a Andrea le quedaba por delante un intenso período de poco más de un mes para rematar y ultimar los detalles del enlace, que se celebraría el domingo 21 de septiembre en la iglesia de Santiago de Utrera.
Aquel miércoles, hicieron el amor a quemarropa, piel con piel, como si de nuevo fueran aquellos dos chiquillos que se conocieron y se amaron como si fuera Adán y Eva en un planeta ofrecido y dispuesto para ellos. Al terminar, Raúl dio la espalda a Andrea, y el corazón de Andrea de nuevo se volvió del revés.

Fue una madrugada realmente amarga la de aquel 11 de agosto. Domingo, 3.00. Andrea apenas había conciliado el sueño una hora y media en el sofá, pero despertó al son de la voz de la chica rubia del concurso-trampa de las madrugadas. Pasó del sofá a la cama e hizo un intento titánico por dormir antes de que Raúl regresase a casa. Probablemente había bebido de más. Probablemente aquella noche Raúl querría a Andrea de más. Pero se lo demostraría bastante de menos. Y así fue, que llegadas las 4.45, Raúl deslució a Andrea y cayó fulminantemente dormido. Andrea volvió al sofá y llamó al sueño sin éxito, con la persistente idea en la cabeza de que a la tercera iría la vencida. Pidió consejo a Lucero, que maulló tan alto que pareciera pedirle a gritos que abriera una ventana y escapara de aquella cárcel de lágrimas y calentones que acabarían por hacerla añicos. Pero los maullidos se desvanecieron bajo la repetida promesa de que no habría una cuarta, y Andrea continuó con sus planes de boda. Dio las buenas noches a Lucero y una vez más cruzó los dedos.

Era una mañana especialmente calurosa la de aquel 16 de septiembre. Miércoles, 10.20. Andrea había pasado la noche a duermevela ante la novedad de que Raúl se quedaba definitivamente en Barcelona. Y dado que las obras de la iglesia de Santiago se estaban retrasando, que Andrea apenas tenía parientes, y que la familia de Raúl, a pesar de ser natural de Utrera, hacía ya muchos años que vivía en la ciudad condal debido también al trabajo de su padre, confirmaron el cambio definitivo de la celebración del enlace.
Tras atender a un par de clientas, Andrea buscaba un billete de avión para ese mismo día. Quizá por miedo a echarse atrás. Quizá había recuerdos que pesaban demasiado. Quizá en el aire fueran más livianos.
-          Hola cariño, ¿cómo lo llevas?
Su voz intentó sonar lo más convencida posible. Paró un segundo antes de marcar el número de Raúl, pero por miedo a pensarlo demasiado, dejó de pensar. De pensar en sí misma.
-          Sí, ya tengo billete. El avión sale a las 00.30. Sí, descuida, te llevo los gemelos de tu padre. Adiós.
Miró la pantalla de su móvil durante unos segundos antes de que el nombre de Raúl desapareciera de ella, y dispuesta a embarcarse de nuevo en sus pensamientos, que ya no eran más que pedazos desgastados que no encajarían ni a golpes, sonó la campanilla que anunciaba la entrada de un nuevo cliente.
-          Buenos días. – dijo Mauro mirando tímidamente a Andrea.
-          Hola, ¿qué tal? – Andrea se guardó el móvil en un coqueto mantel color rosa pastel y puso toda su atención en el conocido (pero tristemente no tan conocido) cliente.
-          ¿A cuánto está el bacalao?
La conversación transcurrió entre frases simples dedicadas a una transacción comercial que escondía un amor desbordado y demodé de Mauro hacia Andrea, que sólo sabía hablarle con la mirada, y que se limitaba a soñar con aquella muchacha de una gigante sonrisa que no engañaba a nadie. Entre cocción y cocción, a veces le escribía versos tan tristes como los ojos de su enamorada. E incluso compró alguna que otra rosa que quedó triste y sin destinatario. Pero él era más feliz desde su anonimato. Las distancias cortas pueden llegar a ser letales.  Así que pagó el bacalao y se marchó a su cocina.
-          Adiós. – dijo Andrea sonriente sin que Mauro pudiera percatarse de ello.
Así era Andrea. Siempre a destiempo. Siempre desatino. Siempre haciéndose boicot. Y pronto se embarcó y naufragó en aquel torbellino de ideas, tan revueltas como la marea de los ojos azules de Mauro.

Dado que casi todo el barrio estaba de vacaciones, Andrea cerró antes de lo habitual. Fue a casa, y después de agarrar la maleta que había hecho durante la noche, dejándose mal aconsejar por el insomnio, se despidió de Lucero, que se quedaría dos semanas con la vecina del cuarto, no sin antes contarle que no quería marcharse, pero que tampoco sabía ser valiente ni sabía cómo quedarse a sabiendas que acabaría por huir de todos modos. Lucero, en brazos de la vecina, maulló en un último intento desesperado por mantener a su dueña entera.
Antes de ir al aeropuerto, hizo una parada en el restaurante de Mauro. Se relamió con la segunda tapa. Le contó a Mauro que se marchaba para casarse, como si por decirlo en voz alta se convirtiera en una buena idea. Y le pareció escuchar un crujido al corazón, no sabía si del suyo o del de Mauro, pero después de tanto llanto, supuso que veía congoja donde no la había. Y sin apenas palabras, se despidió de aquel casi desconocido que creía conocer de toda la vida. Y sin palabra ninguna, se pidió perdón por no darse una oportunidad.

Fue un día demasiado desprovisto de alegría aquel 21 de septiembre. Domingo lluvioso, 13.00. Aquella lluvia no bendijo una unión que no rindió cuentas a un amor despiadado que acabó por desarmarse.
Tras poco más de tres meses de matrimonio, llegó aquella mañana en que Andrea tuvo que maquillarse demasiado. Y mientras lo hacía, en la radio sonaba “Salir corriendo”, de Amaral. Andrea no tuvo la necesidad de correr, sino que aprovechó la ausencia de Raúl para pelearse con su sombra. Claro, para ti es fácil, tú que eres fría e intocable. Pero ella se merecía a alguien que con sólo verla se le escapara una sonrisa, y no un reproche. Así que abrió la ventana y se despidió de la cárcel de moretones y quejidos que le había marcado hasta los suspiros. 

Era una noche especialmente fría la de aquel 24 de noviembre. Miércoles, 22.30. Tras el viaje desde el aeropuerto, Andrea fue a recoger a Lucero, le felicitó las fiestas, lo abrazó, como queriendo que fuera él el que la abrazara a ella, y le contó que apenas le quedaban ya marcas en las muñecas de las cadenas de culpa y miedo que la habían mantenido prisionera. Que hasta su sombra estaba aprendiendo a sonreír de verdad, y ya no se escondería más tras el antifaz de pintalabios y colorete que solía llevar por bandera. Que aún quedaban posos del miedo, pero acabaría por borrarlos saliendo a la calle a cara lavada.
Aquella noche se maquillo. Y sí, orgullosa lo hizo para ella misma. Tomó un par de copas de vino, y tras el brindis, se vistió de corto, se sonrió al espejo y salió a la calle. Caminó unos diez minutos hasta acabar en la esquina cercana al restaurante de Mauro. Se podía oír el bullicio desde allí, y se preguntó si habría un sitio en la barra para ella. Fantaseó con algo sencillo. Con disfrutar con ver a las familias y parejas sentadas a la mesa. No importaba que fuera una felicidad fingida por Navidad. Se conformaba con dejarse rozar por una alegría suave. Y fantaseo también con una conversación tranquila tras el servicio de cenas. Con un beso en el portal. Con mares por fin sin tempestad.
En la calle no había un alma, y era el alma de Andrea la que forcejeaba contra su pecho para escapar y atesorar las primeras palabras que le diría a Mauro.

¿Te queda algún pincho de pollo con esa salsa tan rica? ¿Ese que probé el día que me fallé a mí misma? ¿Te queda algo de esa mirada lírica que me decía “te quiero” sin decirlo? ¿Te queda algún verso sobre el que bailar en Nochebuena?

Cogió aire y dio los primeros pasos, cuando el silencio sólo roto por un quejido casi ahogado lloró. Y 

su sombra cayó. Raúl respiraba agitadamente. Se miró las manos, miró a ambos lados, y echó a correr.


Y Andrea quiso correr también hacia una vida que se les escapaba. Quiso gritar, pero esa vida que le 


había puesto la miel en los labios se le atascaba en la garganta. Y el silencio, impotente, no pudo gritar


por ella.




miércoles, 16 de noviembre de 2016

Tú creciente, yo menguante



No me importa que otra lo haga mejor.

Lo de quererte, digo.

No hay forma mejor de amar

que la de hacerlo de esta forma desquiciada.

Yo no sé qué va a ser de mí,

pero no sé hacerlo de otra manera.


Tengo que quererte mío,

locamente,

sin pausas.

Te quiero de esta forma absurda

que no sé ni si comprendes,

desbordada,

plena como la luna llena.


Sólo te puedo querer así,

inundada de ti,

creciente a cada beso,

maltrecha a cada segundo separados.


No me importa que tú no lo hagas igual.

Lo del amor en general, digo…

Te voy a querer por encima de cualquier otro,

siempre,


aunque tan sólo seas menguante.


Te quiero


"Te quiero.

Te quiero desde el primer y si…

Te quiero a borbotones.

Te quiero hasta con tus quizás.

Hasta el último suspiro consciente,

antes de caer dormido.

Y te quiero cuando sueñas.

Te quiero desde la duda,

te quiero hasta en los fallos,

y te quiero al borde del ataque al corazón.

Te quiero a mi lado.



Y no,

no te quiero lejos,

aunque sea en la lejanía


cuando más te quiera.






Ya no tengo sitio para tanto vacío...

https://www.youtube.com/watch?v=q0KZuZF01FA


Quisimos ser gigantes,

pero tras pisarnos más de una vez el corazón,

fue el corazón el que se nos quedó grande.

Cuando te echo de menos,

entonces pienso:

has pasado al menos tres veranos,

y no he oído cantar a las cigarras.

La más bella canción de amor es blues



En uno de mis suspiros

habrás escuchado la más bella canción de amor

sin saberlo.



Te habrás perdido cerca de mil aludes

cayendo sobre tu heridas,

y no habrás sabido cuántas veces

he intentado aliviar el dolor de tus antiguas cicatrices,

cómo de alto habré intentado volar

para bajarte el polvo de Luna

y decorar tu espalda morena,

seguir su rastro con mis dedos,

navegarte hasta atracar en el puerto de tu nuca,

y hacer en ella mi amarre,

y desde allí contemplar el rumbo de esos suspiros


que cantaron la más triste canción de amor.


jueves, 3 de noviembre de 2016

Absolutamente destinada a ti



Intentar tragarme la vida sin ti

es como arena en la garganta,

que ni ahoga ni deja respirar,

pero asusta.


Ser sin ti es un accidente,

pues nadie va a coger un puñado de arena

y adrede se lo va a meter en la boca.


Ser sin ti es una locura,

propósito de un delirante

que intenta atrapar una porción de aire

y guardarla en su bolsillo.


Ser sin ti es una rotura en el cielo,

que deja paso a otro universo,

donde ese aire ya no puedo regalártelo,

como quiero regalarte hasta el pulso,

un Big Bang sin base científica,

un manto de estrellas desolado,

un avión que no sabe dónde pedir permiso para aterrizar.


Tú vas a ser conmigo,

y yo no voy a estar en ninguna parte sin ti.

Es la más lógica de mis leyes.


No hay más desiertos que la falta de tu abrazo

bajo la tormenta de arena

que es la llegada de la noche sin tu voz,

ni hay cosmos posible

sin el brillo de las estrellas

que guardas entre los labios.


Seré cometa suicida si algún día me subo

a ese viaje que me dirija a cualquier sitio sin tu abrigo,

una nube fatigada sin agua ni empuje,

una supernova sin voz para acallar al vacío,

arena sin beduino que la toque y después la deje volar…

seré ave de pata quebrada,

y por ello,

por todo lo que me entregas,

por todo lo que haces de mí,

no voy a ser absolutamente nada de lo que quiero ser


si tú no estás.