Era un tipo solitario aquel Mauro.
Ojos fríos del color del océano una tarde de tempestad que se mecían al son de
la rapidez de sus manos. Esas manos enamoradas de la comida. Del corte rápido
de las verduras, del caramelizado de la cebolla, del salseo, del salteo y del
chop chop sabroso del guiso estrella los días en que el frío vestía la ciudad
de Utrera. Su corazón cabalgaba desordenadamente
entre las paredes de su cocina, pequeña y austera, que le servía de refugio y
escudo para esquivar casi todas las conversaciones.
Conversaciones con Lucio, su
pinche:
¡Menos
sal, basto!, ¿qué quieres?, ¿matar a alguien? Vueltas a ese risotto, que no es
una paella. No olvides comprar mañana las almendras para el romesco.
Conversaciones con Asterix, su
Beagle:
Tú
sí que me quieres, perrete. Anda ven, te dejo subir al sofá. ¡Ay Asterix!, qué
loco me veo hablando contigo. Qué locura esta exagerada soledad.
Conversaciones con Andrea, la
chica de los ultramarinos:
Hola.
¿A cuánto el bacalao? (Uy, qué caro) (¿Pero quién le dice que no a esa sonrisa hecha
quimera?) Ponme kilo y medio. Hasta mañana. (¿A qué sabrán esos labios?)
Nadie sabría explicarle cómo podía
amar a esa muchacha, si tan sólo cruzaba palabras con ella cuando iba a por
provisiones para la que hacía mucho tiempo había sido su gran amor: la cocina. Y
no necesitaba la ayuda de nadie para entender que no le apetecía hablar con su
pinche más que lo justo y necesario para sacar el servicio adelante, y que era
al perro al que le dedicaba casi todas sus conversaciones por ser el único que
sin poder hablar, oía lo que decía.
Era sin duda una noche
especialmente calurosa la de aquel 16 de septiembre. Martes, 21.45. El local
estaba casi vacío. En la cocina sólo estaba Mauro, y en la radio sonaba “Sopa
fría” de M-Clan. Lucio libraba los martes. Mauro aquella noche no quiso cerrar.
Esa mañana había despertado demasiado triste, y a pesar del calor, quiso ir a
calentarse al calor de los fogones. Sin embargo, había decidido que si llegada
las 22.00 no aparecía ningún otro comensal, esperaría a que la pareja de
ancianos que se sentaba junto a la ventana acabara su consomé y su tarta de
queso y frambuesa y echaría el cierre. E iría a casa y le contaría a Asterix
que quiso entrar a media tarde a la tienda de Andrea, pero que no supo ni qué
pedir ni qué decir. Que pasó por delante de la puerta, y el corazón casi se le
escapa por la boca. Que ella le lanzó una sonrisa y él no supo más que hacerse
el loco y continuar su camino.
Los viejecitos pidieron la cuenta.
El señor, de semblante simpático, rebuscaba en su roída cartera mientras guiñaba
un ojo de manera involuntaria. Y cuando Mauro daba la noche casi por perdida,
la puerta se abrió, dejando paso a un aire más fresco de lo habitual. Y ni
alcanzó a notar el frío.
-
Hola,
está aún abierto, ¿verdad?
Micro infarto para Mauro al oír
aquella voz. Para tomar.
-
Sí,
claro guapa, pasa y siéntate – contesta la joven camarera a Andrea.
Andrea escogió sentarse a la barra
y pedir una caña. Del primer sorbo casi se llevó media. Mauro, emulando a un
trastornado enamorado, la observaba desde el hueco que dejó la puerta entreabierta
de la cocina, y deseó poder beber de su boca y morir en la espuma que le quedó
en el labio superior. A los cinco minutos, pidió otra. Entonces Mauro decidió pasar
a la acción. Llamó a la camarera, y le dio dos tapas especiales para la única
clienta que había quedado en el restaurante.
Andrea se relamió y pidió a la
camarera que le diera las gracias al cocinero. Cuando la camarera dio el recado
al Mauro, éste se echó la mano a la boca, como queriendo impedir que la conmoción
se le escapase. Reflexionó unos segundos, y dado el vacío que reinaba, lleno solo
esta vez por la canción “Pan con mantequilla” de Efecto Pasillo, decidió dejar
que la camarera terminase su turno y hacerse él con los mandos. La camarera lo
miró con una pizca de desilusión. Fue a trabajar a echar unas horas extras, y
sin embargo no parecía querer marcharse, pero finalmente se desató el mandil y
mirando al suelo se despidió. Quizás se sintió utilizada. Pero Mauro, ajeno a
aquello, se sintió poderoso a la par que acojonado. Un gigante cobarde. Un tirano embelesado de su única súbdita y
señora.
-
Buenas
noches – dijo Mauro cabizbajo, aunque intentando sonar intenso.
-
Hola
– saludó Andrea, intranquila.
-
¿Un
mal día? – aventuró Mauro a decir mientras tiraba otra caña. Ni siquiera él
creía que pudiera romper el hielo de esa manera.
-
Más
bien un día raro. De hecho, aún no ha terminado.
Mauro le pidió con la mirada que
continuara.
-
Verás,
tengo que coger un vuelo en un par de horas y la comida que sirven en los
aviones es una basura – continuó presurosa sin dejar a Mauro meter baza – ¿Y la
de los restaurantes del aeropuerto? ¡Un ojo de la cara!
Mauro repasó mentalmente todo tipo
de platos que le cocinaría cada día. Timbal de huevos y champiñones para
alegrar sus días apagados. Tortilla campera para acompañar al vino del picnic. Soufflé
de canela con helado de vainilla para hacer de la noche una obra maestra. Y de
pronto, la mítica escena de “Nueve semanas y media” le provocó una erección.
-
¿Y
a dónde vas?
-
A
Barcelona. - dijo Andrea mientras acababa por tragar un pincho de pollo con
salsa de yogur y queso – Pero la ocasión lo merece. – coronó la respuesta con
una amplia sonrisa.
Mauro preguntó con la mirada.
Apenas la conocía, pero le apenaba partes iguales tanto la alegría de su marcha
como la marcha en sí. Y se apenó como si la hubiera querido durante toda su
vida.
-
Me
caso.
Micro rotura para el corazón de
Mauro al oír aquella sentencia. Para llevar.
-
Sí,
sé que normalmente la boda se hace en la residencia de la novia, pero en Barcelona
está toda la familia de Raúl, y me quieren como una más, y es una ciudad
preciosa, y la iglesia es gigantesca, y…
Y, y, y… Y Mauro sólo escuchaba “y
ojalá te mueras, maldita zorra”, “y a ver si se te corta la salsa y visitas
todos los baños del aeropuerto”, “y por qué soy tan necio, tan mentecato, tan
imbécil una vez más…”
Mauro salió de la barra y la vio.
Una pequeña maleta verde manzana. Sus ojos no podían ser tan crueles como para
engañarle de aquella manera. Ni la vida tan perra como para poner en sus oídos
aquellas fulminantes palabras. Me caso.
Así que, haciendo un esfuerzo
titánico por tragar el suspiro que le arañaba la garganta, invitó amablemente a
Andrea a marcharse y, sin desearle ningún tipo de bendición, dejó los vasos de
cañas sin lavar, (quizás para no olvidar el dolor al día siguiente), se marchó
a casa y le habló a Asterix sobre lo que fue sí que fue un mal día.
Era una noche verdaderamente fría
la del aquel 24 de diciembre. Miércoles, 21.45. Mauro llevaba toda la tarde
metido en la cocina, con Lucio y dos pinches de refuerzo. Aquel día, el ya no
tan triste cocinero hacía oídos sordos a las críticas de sus subordinados.
-
Yo
sigo pensando que no es una buena idea. – decía uno.
-
Es
la carta menos navideña que he visto en mi vida. – decía otro.
La camarera se limitaba a mirar a
Mauro como si lo hubiera querido toda su vida. Y le apenaba a partes iguales
tanto la alegría inusitada de la que hacía gala como no ser ella el motivo de
la misma.
MENÚ ESPECIAL DE NAVIDAD
ENTRANTES
AL CENTRO
Selección de dagas ibéricas
afiladas para ensartar corazones.
Mariscada de alma destrozada, noches
en vela y soledad a la plancha.
Milhojas de decepción con traición
caramelizada.
Croquetas caseras de dolor y
queso.
PLATO
PRINCIPAL (uno a elegir)
Salmón con mostaza de lágrimas.
Lomo de lubina despechada con
salsa de miradas perdidas.
Carrillada de depresión estofada.
Paletilla de cordero al borde del
suicidio.
Llegaron los clientes. Al principio, las caras de extrañeza
inundaron el local, pero paulatinamente las risas fueron contagiándose por
todas las mesas. Junto con los vasos de caña sucios que dejó en el fregadero un
25 de noviembre, gracias a aquella catastrófica carta, el renacido cocinero
olvidó lo que no valía la pena recordar.
Era una noche verdaderamente fría la de aquel 6 de enero.
Miércoles, 21.45. Mauro y Vanesa se calentaron al son de la canción “Labios de
fresa” de Danza Invisible. Un picnic improvisado en el suelo del restaurante
fue una verdadera obra maestra del nuevamente enamorado cocinero. Y no necesitó
esquivar la conversación, porque cuando sus ojos hablaron, hasta el silencio
sonrió.
Y al llegar a casa, Mauro le contó a Asterix que hacía tiempo que
no recordaba cómo olvidar, pues fue
el dolor el que le retiró la palabra, desde
que, a pesar de conocerla de casi toda la vida, sin
necesidad de cocinar,
saboreó un amor con Denominación de Origen gracias a Vanesa, la camarera.